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.Estoy firmemente resuelto a mantener hasta el final el dominio de la razón sobre mis palabras.Pero es un hecho que Le vi.Por fin, por fin.Estuvo conmigo en esta sala, inesperadamente y después de tanto tiempo de esperarle.Tuve con Él una larga conversación y lo único que ahora me irrita es no saber si el frÃo que pasé, durante todo el rato, era culpa del tiempo o culpa Suya.¿Imaginé yo que hacÃa frÃo, o hizo Él que lo imaginara, para hacerme temblar y dar cuenta exacta de que Él estaba allÃ, de verdad, en carne y hueso? Todo el mundo sabe que a ningún demente le infunden pavor sus propias elucubraciones; al contrario, le son gratas y suavemente se deja envolver en ellas.¿Me tomó por necio al hacerme pasar frÃo? ¿Quiso asà evitar que yo me tomara a mà mismo por loco y a Él por una elucubración? Es astuto el bellaco.¿Sabes callar? Me callaré ante mà mismo.Inscribiré mi silencio en este papel de música mientras mi compañero, con quien me rÃo de buena gana, lejos de mà en esta misma sala, se atormenta con sus traducciones del adorado inglés al odiado alemán.Pensará que estoy componiendo y si viera que son palabras lo que escribo, dirÃa que también Beethoven hacÃa a veces lo mismo.HabÃa pasado el dÃa en la oscuridad, aquejado de terribles dolores de cabeza, con näuseas y accesos de bilis, como suele ocurrirme cuando el ataque es fuerte.Al anochecer, sin esperarlo y casi súbitamente, experimenté una gran mejorÃa.Pude tragar y conservar en el estómago la sopa que me trajo la patrona («Poveretto!»), bebà con gusto después un vaso de vino tinto («Bevi, bevü») y tan seguro de mà mismo me sentà de que llegué a encender un cigarrillo.Hubiese podido perfectamente salir, según habÃamos convenido el dÃa antes con el signor DarÃo, deseoso de presentarnos en el casino de la burguesÃa palestriniana y de mostrarnos la sala de billares y la biblioteca.Aceptamos para no molestar al buen señor y, en fin de cuentas, Schildknapp le acompañó solo y yo quedé excusado por enfermo.Después de la cena, y con el gesto torcido, se marchó con DarÃo calle abajo y yo me quedé a solas conmigo mismo.Estaba sentado junto a la ventana, con los postigos cerrados, encedida la lámpara y ante mà toda la longitud de la sala.LeÃa un pasaje de Kierkegaard sobre el Don Juan de Mozart.De pronto me siento sorprendido por un frÃo incisivo, como si, sentado al calor de la lumbre un dÃa de invierno, se abriera de súbito una ventana dejando pasar el aire helado del exterior.Pero el frÃo no llegó por detrás, donde estaban las ventanas.Me atacó de frente.Levanto la vista del libro, doy un vistazo a la sala y me doy cuenta de que no estoy solo.Imagino que Sch.está ya de regreso.Alguien está sentado en el sofá, junto a la mesa en medio de la sala, donde tomamos por la mañana nuestro desayuno.Sentado en la semioscuridad, en uno de los ángulos del sofá, con las piernas cruzadas.Pero no es Sch.Es otro, más pequeño y mucho menos elegante.No produce, en conjunto, el efecto de un caballero.Pero el frÃo me sobrecoge continuamente.—Chi e costa —grito yo con voz algo atragantada, irguiendo el cuerpo con las manos apoyadas en los brazos del sillón, en forma que el libro cae de mis rodillas al suelo.Contesta una voz reposada, lenta, sin altos ni bajos; de una agradable nasalidad:—Puede usted hablar alemán.Viejo alemán, sin remilgos ni rodeos.Lo comprendo.Es precisamente mi lengua preferida.Me ocurre a veces que el alemán es la única lengua que comprendo.Pero vete a buscar tu abrigo, tu sombrero y tu manta.Tienes frÃo, y tendrás que charlar un rato.—¿Quién me trata de tú? —pregunto indignado.—Yo —contesta él—.Yo, con permiso.¿Te figuras acaso que porque tú no tuteas a nadie, ni al humorista, el «gentleman», sólo a tu amigo de la niñez, que te llama por tu nombre sin que tú le correspondas, te figuras que por eso nadie te ha de tutear? Deja eso.Nuestras relaciones autorizan el tuteo.¿Vas a buscar algo para abrigarte o qué haces?Le contemplo airado mientras él permanece oculto en la semioscuridad.Es un hombre de tipo más bien poca cosa, no tan alto, ni con mucho, como Sch., más pequeño incluso que yo, con una gorra inglesa caÃda sobre una oreja y dejando ver, por el lado opuesto, un tufo de pelo rojo que le cubre gran parte de la sien.Rojas también las cejas y enrojecidos los ojos, reluciente el cutis, la punta de la nariz ligeramente torcida.Llevaba una camisa de paño, con rayas horizontales, una chaqueta de cuadros y las mangas, muy cortas, dejaban ver las abultadas manos, con los dedos como salchichas; muy ajustados, hasta producir repugnancia, el pantalón, y tan usados los zapatos de color que era imposible ya pensar en limpiarlos.Un chulo.Un vagabundo.Con la voz y la articulación de un actor.—¿Vas o no vas a buscar algo para abrigarte?—Deseo ante todo saber —dije yo dominándome con dificultad— quién se toma la libertad de entrar en mi casa y sentarse como en la suya.—Ante todo —repitió él—.Ante todo es una expresión que me gusta
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