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.—¿Cómo te has atrevido a inmiscuirte en mi vida sin mi permiso? —preguntó escandalizada.—Simplemente te querÃa ayudar —se defendió Archibald.—¿Ayudarme?—No eres feliz, Gabrielle.—Pero, ¿tú qué sabrás?Abrió la cartera de cuero que habÃa dejado a su lado y sacó de ella varios «cuerpos del delito»: la fotocopia de los diarios Ãntimos de su hija, fotos de madrugada, nunca con el mismo hombre.Se habÃa informado sobre algunos: tÃos nefastos, centrados en sà mismos, a veces violentos, a veces crueles, hasta el punto de que habÃa tenido incluso que «ocuparse» de uno de ellos.—¿Por qué lo haces, cariño?Alzó hacia él unos ojos que amenazaban con desbordarse.Estaba molesta de tener que justificar ante su padre algo que ni ella misma sabÃa analizar.—Pues bueno, ya ves, es lo que me decÃas hace un momento: a veces, tratas de castigarte por algo, sin ni siquiera saber qué.Gabrielle se habÃa sumido en el silencio y Archibald en sus recuerdos.VolvÃa a pensar en la primera noche de primavera que habÃa pasado ahà con Valentine, solos en el mundo, en medio de los lirios y de las amapolas.En el crepúsculo de su vida, podÃa afirmar que no habÃa conocido nada más fuerte que esa sensación de no hacer nada más que estar el uno con el otro.Esa sensación tan rara de no estar ya solo.Miró a su hija y, sin andarse por las ramas, dijo:—A ese Martin, ¿lo quieres de verdad?Ella dudó en responderle, y luego afirmó:—SÃ, lo quiero desde hace mucho tiempo.No tiene nada que ver con los demás.—Y él, ¿te quiere?—Creo que sÃ, pero después de lo que acabas de hacerle sufrir, va a ser difÃcil recuperarlo.—Yo no he hecho nada —respondió Archibald con una fina sonrisa—.¡Eres tú quien lo ha encerrado completamente desnudo en la despensa! Y sÃ, ¡te confirmo que no le va a gustar y que las pasarás canutas para recuperarlo!—¡Se dirÃa que disfrutas!Se encogió de hombros y le dio una nueva calada a su cigarro.—Si te quiere de verdad, volverá.Le hará bien darse cuenta de que no tiene nada ganado.Yo, tu madre, ¡luché durante cinco años antes de que me dijera que sÃ!—Pero él, hace trece años que me espera.—¡Esperar no es luchar! —zanjó Archibald.Ella negó con la cabeza; él trató de entender.—¿Por qué le has hecho esperar tanto tiempo si lo quieres?Ella respondió con una evidencia:—Porque tenÃa miedo.—¿Miedo de qué?—Miedo de todo.—¿De todo?—Miedo de no estar a la altura, miedo de no saber quererlo, miedo de despertarme un dÃa y ya no quererlo, miedo de no poder darle los hijos que desea.Imperceptiblemente, Archibald se enfurruñó.Las palabras de su hija le recordaban demasiado a las de Valentine.Palabras que no le gustaba oÃr porque no significaban nada para él.—Y a ti, Martin, ¿qué te parece? —se atrevió a preguntarle Gabrielle.—¿Haciendo abstracción del hecho de que ha intentado meterme dos bellotas en el vientre?—Sà —sonrió.Archibald hizo una mueca:—Yo no sé si será capaz.—¿Capaz de qué?—Capaz de protegerte.—Pero ¡ni que fuera una niña! —se irritó Gabrielle—.No necesito a un hombre para protegerme.—¡Todo eso son tonterÃas! Una mujer necesita.—¡Para ya con ese discurso de tus tiempos! —lo cortó—.Y por otro lado, Martin es más fuerte de lo que tú le crees.—¡Y tanto! Ni siquiera ha sido capaz de protegerte contra mÃ.¡Incluso tú has sido capaz de encerrarlo en pelotas en el sótano!—¿Crees que estoy orgullosa de ello?Pero Archibald no habÃa acabado con sus reproches:—Me parece demasiado blando, demasiado sensible, demasiado sentimental.—Tú también eras sentimental a su edad —le hizo notar ella.—Precisamente, los sentimientos me hicieron perder mi sangre frÃa, nublaron mi juicio.Me impidieron proteger a tu madre.—¿Qué quieres decir?—Nunca debà llevarla a ese hospital, nunca debà disparar a ese médico, nunca debà cargarme mi vida y la tuya, nunca debÃ.Su voz tembló antes de quebrarse en un sollozo.El viento se hizo de pronto más frÃo y se precipitó con un rumor sordo entre los árboles
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