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.Desvié la mirada y rompà a llorar.»Como arqueólogo habÃa exhumado vÃctimas de ejecuciones, incendios, terremotos y erupciones.Esas escenas no me resultaban nuevas, constituÃan el sine qua non de la historia.Pero esto era más terrible.Tal vez era la cantidad, ese holocausto de millones.Tal vez era el sobrecogedor fulgor de los cruciformes que bordeaban los túneles como bromas blasfemas.Tal vez era el gemido del viento a través de incesantes corredores de piedra.»Mi vida, mis enseñanzas, mis sufrimientos, mis pequeñas victorias e incontables derrotas me habÃan conducido allÃ: más allá de la fe, más allá del afecto, más allá del simple desafÃo miltoniano.IntuÃa que aquellos cuerpos habÃan estado allà medio millón de años o más, pero que esas gentes eran de nuestra época o, peor aún, nuestro futuro.Hundà la cara en las manos y lloré.»Ningún ruido ni arañazo me advirtió, pero algo, tal vez un movimiento del aire.Alcé los ojos y vi al Alcaudón a menos de dos metros.No en el sendero, sino entre los cadáveres: una escultura que honraba al arquitecto de aquella carnicerÃa.»Me levanté.No podÃa permanecer sentado ni de rodillas ante esa abominación.»El Alcaudón avanzó hacia mÃ, deslizándose más que caminando, patinando como sobre rieles sin fricción.La luz sangrienta de los cruciformes se derramaba sobre el caparazón de mercurio.Una sonrisa eterna, imposible: estalactitas y estalagmitas de acero.»No sentà odio.Sólo tristeza y una agobiante piedad.No por el Alcaudón, fuera lo que fuese, sino por todas las vÃctimas que, a solas y sin el consuelo de la fe, habÃan debido afrontar aquella pesadilla nocturna.»Por primera vez advertà que, de cerca, a menos de un metro, un olor rodeaba el Alcaudón, un tufo de aceite rancio, engranajes recalentados y sangre seca.Las llamas de los ojos palpitaban siguiendo el ritmo del fulgor del cruciforme.»Años atrás yo no creÃa que esa criatura fuera sobrenatural, una manifestación del bien o del mal, tan sólo una aberración surgida de designios insondables y aparentemente insensatos del universo: una terrible broma de la evolución.La peor pesadilla de san Teilhard, pero aun asà una cosa que obedecÃa leyes naturales por rebuscadas que fuesen, y se sometÃa a las reglas del universo, en algún lugar, en algún tiempo.»El Alcaudón extendió los brazos.Las hojas de las cuatro muñecas eran mucho más largas que mis manos; la hoja del pecho era más larga que mi antebrazo.Escruté esos ojos mientras un par de brazos afilados y acerados me rodeaban y el otro par descendÃa despacio, avanzando por el pequeño espacio que nos separaba.»Desplegó las hojas de los dedos.Me estremecÃ, pero no retrocedà cuando las hojas se me hundieron en el pecho, y me causaron un dolor semejante a un fuego helado, como láseres quirúrgicos que cercenaran nervios.»El Alcaudón retrocedió, sosteniendo algo rojo, enrojecido aún más por mi sangre.Me tambaleé y temà ver mi corazón en las manos del monstruo: la ironÃa de un muerto que observa sorprendido su propio corazón segundos antes que la sangre abandone un cerebro incrédulo.»Pero no era mi corazón.El Alcaudón sostenÃa el cruciforme que yo habÃa llevado en el pecho, mi cruciforme, el depósito parasitario de mi ADN.Me tambaleé de nuevo, me toqué el pecho.Los dedos se me empaparon de sangre, pero no con los chorros arteriales que debÃan resultar de semejante cirugÃa; la herida sanaba a ojos vistas.»Yo sabÃa que el cruciforme habÃa extendido nódulos y filamentos por mi cuerpo.SabÃa que ningún láser quirúrgico habÃa podido arrancar esas lianas mortÃferas del cuerpo del padre Hoyt ni del mÃo.Pero sentà que la infección sanaba, que las fibras internas morÃan y se reducÃan a un borroso tejido cicatrical interno.»Aún tenÃa el cruciforme de Hoyt.Pero eso era diferente.Cuando yo muriese, Lenar Hoyt se levantarÃa de estas carnes reformadas.Yo morirÃa.Ya no habrÃa más pobres duplicados de Paul Duré, más imbécil y menos vital con cada regeneración artificial
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