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.Paró un auto en la puerta y vio bajar a dos muchachas que, sujetándose el peinado, esperaron que el que manejaba estacionara y viniera.A él sí lo conocías, piensa: Tony, el mismo jopo danzarín sobre la frente, la misma risa de lorito.Los tres entraron a la casa riéndose y ahí la absurda impresión que se reían de ti, Zavalita.Ahí esos súbitos salvajes deseos de ver a Ana.Desde la bodega de la esquina explicó a la Teté por teléfono que no podía salir de La Crónica: pasaría un ratito mañana y abrázalo a mi cuñado, Teté.Ay, qué aguado eras, supersabio, cómo les hacías esta perrada.Llamó a Ana por teléfono, fue a verla y conversaron un rato en la puerta de "La Maison de Santé".Unos días después ella lo había llamado a La Crónica con voz vacilante: tenía que darte una mala noticia, Santiago.La esperó en el cafetín de los chinos y la vio llegar toda sofocada, con el abrigo sobre el uniforme, la cara larga: se iban a Ica, amor.Su padre había sido nombrado director de una Unidad Escolar, ella trabajaría quizás en el Hospital Obrero de allá.No te había parecido tan grave, Zavalita, y la habías consolado: irías a verla cada semana, ella también podría venir, Ica estaba tan cerca.El primer día que trabajó de chofer en Transportes Morales, antes de partir a Tingo María, Ambrosio había llevado a Amalia y Amalita Hortensia a sacudirse un rato por las desniveladas calles de Pucallpa en la abollada camioneta azul llena de remiendos, cuyos guardafangos y parachoques estaban sujetos con sogas para no salir despedidos en los baches.—Comparándola con los carros que había manejado aquí, era para llorar —dice Ambrosio —.Y sin embargo le digo que los meses que tuve “El rayo de la montaña” fueron felices, niño."El Rayo de la Montaña" había sido acondicionado con bancas de madera y en ella podían entrar, bien apretados, doce pasajeros.La perezosa vida de las primeras semanas se había vuelto desde entonces una activa rutina: Amalia le preparaba de comer, acomodaba el fiambre en la guantera de la carcocha y Ambrosio, en camiseta, una gorrita con visera, un pantalón en harapos y zapatillas de jebe, partía a Tingo María a las ocho de la mañana.Desde que él había comenzado a viajar, Amalia, después de tantos años, se había vuelto a acordar de la religión, empujada un poco por doña Lupe que le había regalado estampitas para la pared y la había arrastrado a la misa del domingo.Si no había inundaciones ni se malograba la carcocha, Ambrosio llegaba a Tingo María a las seis de la tarde; dormía en un colchón bajo el mostrador de Transportes Morales y al día siguiente regresaba a Pucallpa a las ocho.Pero ese horario se había cumplido rara vez, siempre se quedaba plantado por el camino y había viajes que duraban un día.El motor estaba cansado, Amalia, todo el tiempo se paraba a tomar fuerzas.Llegaba a la casa con tierra de los pies a los pelos y mortalmente extenuado.Se derrumbaba en la cama, y mientras ella le preparaba de comer, él, fumando, un brazo como almohada, tranquilo, exhausto, le contaba sus mañas para reparar las averías, los pasajeros que había tenido, las cuentas que le haría a don Hilario.Y, lo que más lo divertía, Amalia, las apuestas con Pantaleón.Gracias a esas apuestas los viajes se hacían menos pesados, aunque los pasajeros se meaban de miedo.Pantaleón manejaba "El supermán de las pistas", una carcocha que pertenecía a Transportes Pucallpa, la empresa rival de Transportes Morales.Partían a la misma hora e iban haciendo carreras, no sólo para ganarse la media libra que apostaban, sino, sobre todo, para adelantarse a recoger a los pasajeros que iban de un caserío a otro, de una chacra a otra en el camino.—Esos pasajeros que no compran boleto —le había dicho a Amalia —, ésos que no son pasajeros de Transportes Morales sino de Transportes Ambrosio Pardo.—¿Y si un día te descubre don Hilario? —le había dicho Amalia.—Los patrones saben cómo son las cosas —le había explicado Pantaleón, Amalia —.Y se hacen los tontos porque se desquitan pagándonos sueldos de hambre.Ladrón que roba a ladrón, hermano, ya sabes qué.En Tingo María, Pantaleón se había conseguido una viuda que no sabía que él tenía su mujer y tres hijos en Pucallpa, pero a veces no iba a casa de la viuda, sino a comer con Ambrosio a un restaurancito barato, “La luz del día” y a veces, después, a un bulín de esqueletos que cobraban tres soles.Ambrosio lo acompañaba por amistad, no podía entender que a Pantaleón le gustaran esas mujeres, él no se hubiera metido con ellas ni pagado.¿De veras, Ambrosio? De veras, Amalia: retacas, panzonas, feísimas.Y además, llegaba tan cansado que aunque quisiera engañarte, el cuerpo no me respondería, Amalia.Los primeros días, Amalia había tomado muy en serio el espionaje de "Ataúdes Limbo".Nada era diferente desde que la funeraria había cambiado de dueño.Don Hilario no venía nunca al local; seguía el empleado de antes, un muchacho de cara enfermiza que se pasaba el día sentado en la baranda mirando estúpidamente los gallinazos que se asoleaban en los techos del Hospital y la Morgue.El único cuartito de la funeraria estaba repleto de ataúdes, la mayoría chiquitos y blancos.Eran toscos, rústicos, sólo uno que otro cepillado y encerado.La primera semana se había vendido un ataúd.Un hombre descalzo y sin saco pero con corbata negra y rostro compungido, entró a "Ataúdes Limbo" y salió al poco rato cargando un cajoncito al hombro.Pasó frente a Amalia y ella se había persignado.La segunda semana no había habido ninguna compra; la tercera un par: uno de niño y otro de adulto.No parecía un gran negocio, Amalia, había comenzado a inquietarse Ambrosio.Al mes, Amalia había empezado a descuidar la vigilancia
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