[ Pobierz całość w formacie PDF ]
.He conocido la gentuza escritora, la gentuza enredadora y la gentuza religiosa.Dicen que hay algunas personas muy cultas en esa ciudad: quiero creerlo.—Por mí no tengo ninguna curiosidad por ver Francia —dijo Cándido—; bien puede usted considerar que quien ha vivido un mes en El Dorado no se preocupa de ver nada en este mundo, como no sea la señorita Cunegunda.Voy a esperarla a Venecia y atravesaremos Francia para ir a Italia.¿Me acompañará usted?—Con mil amores —respondió Martín—; dicen que Venecia sólo es buena para los nobles venecianos, pero que agasajan mucho a los extranjeros que llevan dinero; yo no lo tengo, pero usted sí, y lo seguiré adondequiera que fuere.—Hablando de otra cosa —dijo Cándido— ¿cree usted que la tierra haya sido antiguamente mar, como lo afirma ese libraco que pertenece al capitán del buque?—No, por cierto —replicó Martín— ni tampoco los demás adefesios que nos quieren hacer tragar de un tiempo a esta parte.—Pues ¿para qué piensa usted que fue creado el mundo? —continuó Cándido.—Para hacernos rabiar —respondió Martín.—¿No se asombra usted —siguió Cándido— del amor de dos muchachas del país de los orejones por los dos monos cuya aventura le conté?—Muy lejos de eso —repuso Martín—; no veo que tenga nada de extraño esa pasión, y he visto tantas cosas extraordinarias, que nada me parece extraordinario.—¿Cree usted —le dijo Cándido— que en todo tiempo se hayan degollado los hombres como hacen hoy, y que siempre hayan sido embusteros, aleves, pérfidos, ingratos, bribones, flacos, volubles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, codiciosos, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, disolutos, fanáticos, hipócritas y necios?—¿Cree usted —replicó Martín— que los milanos[6] se hayan siempre engullido las palomas cuando han podido dar con ellas?—Sin duda —dijo Cándido.—Pues bien —continuó Martín— si los milanos siempre han tenido las mismas inclinaciones, ¿por qué quiere usted que las de los hombres hayan variado?—¡Oh —dijo Cándido— eso es muy diferente, porque el libre albedrío.!Así discurrían cuando arribaron a Burdeos.Capítulo XXIIDe lo que sucedió en Francia a Cándido y a MartínNo se detuvo Cándido en Burdeos más tiempo que el que le fue necesario para vender algunos pedruscos de El Dorado y comprar una buena silla de posta de dos asientos, porque no podía ya vivir sin su filósofo Martín.Lo único que sintió fue tenerse que separar de la Academia de Ciencias de Burdeos, la cual propuso por asunto del premio de aquel año determinar por qué la lana de aquel carnero era encarnada, y se le adjudicó a un sabio del Norte, que demostró por A más B, menos C dividido por Z, que era forzoso que aquel carnero fuera encarnado y que se muriera de la morriña.Cuantos caminantes encontraba Cándido en los mesones le decían: «Vamos a París».Este general prurito le inspiró al fin deseos de ver esta capital, con lo cual no se desviaba mucho de Venecia.Entró por el arrabal de San Marcelo, y creyó que estaba en la más sucia aldea de Westfalia.Apenas llegó a la posada, le acometió una ligera enfermedad originada por sus fatigas; y como llevaba al dedo un enorme diamante, y habían advertido en su coche una caja muy pesada, al punto se le acercaron dos doctores médicos que no había mandado llamar, varios íntimos amigos que no se apartaban de él, y dos devotas que le hacían caldos.Decía Martín:—Bien me acuerdo de haber estado yo malo en París, cuando mi primer viaje; pero era muy pobre: por eso no tuve amigos, ni devotas, ni médicos, y sané muy pronto.A fuerza de sangrías, recetas y médicos, se agravó la enfermedad de Cándido.Un cura del barrio le ofreció, con mucha dulzura, una entrada para el otro mundo pagadera al portador.Cándido no la quiso.Las devotas le aseguraron que era una moda nueva.Cándido respondió que él no era hombre a la moda.Martín quiso tirar al cura por la ventana.El cura juró que no se enterraría a Cándido.Martín juró que enterraría al cura si éste continuaba importunándolos.La pelea subió de tono: Martín tomó al cura por los hombros y lo echó groseramente; por esto, que causó gran escándalo, se hizo un proceso verbal.Al fin sanó Cándido, y mientras estaba convaleciente, lo visitaron muchos sujetos de fino trato, que cenaban con él.Había juego fuerte y Cándido se asombraba de que nunca le venían buenos naipes; pero Martín no se asombraba.Entre los que más concurrían a su casa había un abate que era de aquellos hombres diligentes, siempre listos para todo cuanto les mandan, serviciales, entremetidos, halagadores, descarados, buenos para todo, que atisbaban a los forasteros, les cuentan los sucesos más escandalosos de la ciudad y les ofrecen placeres a cualquier precio.Lo primero que hizo fue llevar a la Comedia a Martín y a Cándido.Representaban una tragedia nueva, y Cándido se encontró al lado de unos cuantos hipercríticos, lo cual no le impidió llorar al ver algunas escenas representadas a la perfección.Uno de los hipercríticos que junto a él estaban, le dijo en un entreacto:—Hace usted muy mal en llorar; esa actriz es malísima, y el que representa con ella es peor actor todavía y peor la tragedia que los actores; el autor no sabe palabra de árabe, y, sin embargo, la escena ocurre en Arabia; sin contar con que es hombre que no cree en las ideas innatas; mañana le traeré a usted veinte folletos contra él.—Caballero, ¿cuántas composiciones dramáticas tienen ustedes en Francia? —dijo Cándido al abate; y éste respondió:—Cinco o seis mil.—Mucho es —dijo Cándido—; ¿y cuántas buenas hay?—Quince o dieciséis —replicó el otro.—Mucho es —dijo Martín.Salió Cándido muy satisfecho con una cómica que hacía el papel de la reina Isabel de Inglaterra en una tragedia muy insulsa que algunas veces se representa.—Mucho me gusta esta actriz —le dijo a Martín— porque se parece a la señorita Cunegunda; quisiera saludarla.El abate le ofreció presentársela.Cándido, educado en Alemania, preguntó qué ceremonias se estilaban en Francia para tratar con las reinas de Inglaterra.—Hay que distinguir —dijo el abate—: en las provincias las llevan a comer a los mesones, en París las respetan cuando son bonitas y las tiran al muladar después de muertas.—¿Al muladar las reinas? —dijo Cándido.—Verdad es —dijo Martín—; razón tiene el señor abate: en París estaba yo cuando la señora Mónica pasó, como dicen, a mejor vida, y le negaron lo que esta gente llama los honores de la sepultura, lo cual significa podrirse con toda la pobretería de la parroquia en un hediondo cementerio, y la enterraron sola en una esquina de la calle de Borgoña, lo cual le causó, sin duda, muchísima pesadumbre, porque era de natural muy noble.—Acción de mala crianza fue, en efecto —dijo Cándido.—¿Qué quiere usted —dijo Martín— si estas gentes son así? Imagínese usted todas las contradicciones y todas las incompatibilidades posibles, y las hallará reunidas en el gobierno, en los tribunales, en las iglesias y en los espectáculos de esta extraña nación.—¿Y es cierto que en París se ríe la gente de todo?—Verdad es —dijo el abate—; pero se ríen rabiando; se lamentan de todo a carcajadas y riéndose cometen las más detestables acciones [ Pobierz całość w formacie PDF ]