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.—Fue una desgracia —añadió—.Siento el susto que debió llevarse aquel chiquito.Después nos ha hablado del médico, que debÃa venir a esa hora.En ese preciso momento suena el timbre.—Debe ser el médico —dijo el ama.Se abre la puerta… y ¿qué veo? Al mismÃsimo Garoffi, con su capote largo, la cabeza gacha y sin atreverse a entrar.—¿Quién es? —pregunta el enfermo.—El chico que tiró la bola de nieve —dice mi padre.El viejo exclama entonces:—¡Pobre criatura! Ven aquÃ.Has venido a preguntar cómo estoy, ¿verdad? Pues estate tranquilo, que me encuentro mucho mejor y casi curado.Acércate.Garoffi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama, esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin poder hablar.—Gracias —le dice al fin el anciano—; puedes decir a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen que preocuparse.Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir algo, a lo que no se atreve.—¿Tienes algo que decirme?—Yo, nada.—Está bien, chiquito.Puedes irte en paz.Garoffi se ha ido hasta la puerta; allà se ha detenido y luego se ha acercado donde está el sobrinillo, que le ha seguido y mirado con curiosidad.De pronto se saca algo de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole:—Esto para ti.El niño enseña el regalo a sus tÃos y todos nosotros quedamos asombrados.Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que el pobre Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tantas esperanzas tenÃa fundadas y que tanto esfuerzo le ha costado conseguir.¡Pobre muchacho! Ha regalado la mitad de su propia vida a cambio del perdón.El pequeño escribiente florentinoCUENTO MENSUALEstaba en la cuarta clase.Era un apuesto florentino de doce años, de cabellos negros y tez blanca, hijo mayor de un empleado de ferrocarriles que, por tener mucha familia y poco sueldo, vivÃa con suma estrechez.Su padre le querÃa mucho y se le mostraba bondadoso e indulgente en todo, menos en lo tocante a la escuela; en esto era muy exigente y severo, porque el chico debÃa estar pronto preparado para obtener un empleo con que ayudar al sostenimiento de la familia.Y ya se sabe que para conseguir pronto alguna colocación hay que trabajar mucho en poco tiempo.Aunque el chico era estudioso, el padre le incitaba siempre más y más a estudiar.El hombre era de bastante edad, pero el excesivo trabajo le habÃa envejecido prematuramente.Con todo, para proveer a las necesidades de la familia, además del trabajo que le requerÃa su empleo, todavÃa se procuraba de un lado y de otro trabajos extraordinarios de copista, pasando sin descansar en su mesa buena parte de la noche.Últimamente habÃa recibido de una editorial, que publicaba libros y periódicos, el encargo de escribir en las fajas los nombres y dirección de los abonados, ganando tres liras por cada quinientas de aquellas tiras de papel escritas con caracteres grandes y regulares.La pesada tarea le cansaba y con frecuencia se lamentaba de ello con la familia a la hora de comer.—Estoy perdiendo la vista —decÃa—.Este trabajo nocturno acaba conmigo.El muchacho le dijo un dÃa:—Papá, déjame que trabaje en tu lugar; sabes que escribo como tú.Nadie podrá advertir ninguna diferencia.Pero el padre le respondió:—No, hijo; tú debes estudiar; tu instrucción es bastante más importante que mis fajillas; sentirÃa remordimiento si te privara de una hora de estudio; te lo agradezco, pero no quiero.Y no hablemos más del asunto.El hijo sabÃa sobradamente que con su padre era inútil insistir en aquellas cosas, y no insistió.Pero he aquà lo que hizo.Su padre dejaba de escribir a media noche, saliendo entonces del despacho para ir a la alcoba.Lo habÃa oÃdo alguna vez.En cuanto el reloj daba las doce, sentÃa inmediatamente el ruido de la silla que se movÃa y el lento paso de su padre.Una noche esperó a que se fuese a dormir; se vistió sin hacer ruido y se dirigió a tientas al escritorio.Encendió el quinqué, se sentó a la mesa, donde habÃa un montón de fajas en blanco y la lista de los suscriptores, y empezó a escribir imitando con exactitud la grafÃa de su padre.EscribÃa con gusto y contento, aunque con cierto temor.Las fajas escritas iban amontonándose y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; luego volvÃa a empezar con más denuedo, atento el oÃdo y sonriente.Escribió ciento setenta direcciones, que importaban ¡una lira! Entonces se detuvo; dejó la pluma donde estaba antes, apagó la luz y se fue de puntillas a la cama.Aquel dÃa su padre se sentó a la mesa con mejor humor.No habÃa advertido nada.Realizaba aquel trabajo mecánicamente, teniendo en cuenta el tiempo empleado, sin pensar en más, y no contaba las fajillas escritas hasta el dÃa siguiente.Tomó asiento de buen humor y golpeando ligeramente el hombro de su hijo, le dijo:—Eh, Julio, tu padre es mejor trabajador de lo que puedes figurarte.En dos horas hice anoche un tercio más de lo que acostumbraba.Aún está ágil mi mano, y los ojos saben resistir la fatiga.Julio, contento, pero callado, decÃa entre sÃ: «¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también la satisfacción de creerse rejuvenecido»
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