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.Y era verdad.Sospechaba que le habÃa sido infiel.Pero eso invita a analizar cuestiones demasiado filosóficas que no podemos tratar aquÃ.Por si lo habéis olvidado, esto ocurrÃa en Francia, y el desenlace, por tanto, era inevitable.¡Pobre Georges! Se encontraba trabajando en el laboratorio a altas horas de la noche, como de costumbre, cuando Yvonne acabó con él utilizando una de esas ridÃculas pistolas ornamentales de rigueur en tales ocasiones.Bebamos a su memoria.—Eso es lo malo de todas tus historias —intervino John Benyon—.Nos hablas de inventos maravillosos, y al final resulta que asesinan al inventor, asà que nadie puede disfrutarlos.Porque supongo que, como de costumbre, el aparato quedó destrozado.—No, no —replicó Purvis—.Dejando a un lado a Georges, este relato tiene un final feliz.No hubo ningún problema con Yvonne, por supuesto.Los apenados patrocinadores de Georges llegaron al lugar de los hechos a toda velocidad e impidieron la publicidad adversa.Eran hombres de negocios, pero también tenÃan corazón, y comprendieron que deberÃan garantizar la libertad de Yvonne.Lo consiguieron sin mayor problema cuando le Maire y le Préfet escucharon la grabación, pues quedaron convencidos de que la pobre chica habÃa sufrido una provocación irresistible.Unas cuantas participaciones en la nueva compañÃa cerraron el acuerdo, con expresiones de máxima cordialidad por ambas partes.Incluso devolvieron la pistola a Yvonne.—Entonces, cuándo… —aventuró alguien.—Estas cosas llevan su tiempo.Existe, por ejemplo, el problema de la producción en serie.Es posible que la distribución haya comenzado a través de vÃas privadas, muy privadas.Puede que pronto veamos algo en una de esas tiendecitas de aspecto y anuncios dudosos alrededor de la plaza Leicester.—Es de suponer —dijo la voz de Nueva Inglaterra sin el más mÃnimo respeto— que no sabes el nombre de la compañÃa.Es inevitable admirar a Purvis en situaciones como aquélla.No dudó ni un momento.—Le Societé Anonyme d’Aphrodite —contestó—.Y acabo de recordar algo que te levantará el ánimo.Esperan triunfar sobre las molestas leyes postales de tu paÃs y establecerse antes de que las pesquisas del Congreso comiencen.Van a abrir una sucursal en Nevada; parece ser que allà todo está permitido.Levantó su vaso.—Por Georges Dupin —dijo con solemnidad—.Mártir por la ciencia.Recordadle cuando empiecen los fuegos artificiales.Y otra cosa…—¿Qué? —preguntamos todos.—Será mejor que empecéis a ahorrar ya, y que vendáis vuestros televisores antes de que se deprecie su valor.Carrera de armamentoComo ya he señalado en alguna ocasión, nadie ha sido capaz de acorralar a Harry Purvis, el más brillante narrador de «El Ciervo Blanco», durante mucho tiempo.No puede dudarse de sus conocimientos cientÃficos, pero ¿dónde los ha adquirido? ¿Y cómo justificar los términos familiares que utiliza al hablar de tantÃsimos miembros de la Royal Society? Debo admitir que hay muchos que no creen una palabra de lo que cuenta.Creo que eso es ir demasiado lejos, como hace poco le dije de forma un tanto violenta a Bill Temple.—Siempre te estás metiendo con Harry, pero habrás de reconocer que nos proporciona un buen entretenimiento —dije—, y eso es algo que la mayorÃa de nosotros somos incapaces de hacer.—Si es una ofensa personal —replicó Bill, aún escocido porque un editor americano acababa de devolverle unos relatos totalmente serios alegando que no le habÃan hecho reÃr—, dÃmelo en la calle —miró a la ventana, comprobó que aún nevaba y añadió rápidamente—: Bueno, hoy no, pero quizá algún dÃa durante el verano, si los dos coincidimos aquà un miércoles.¿Quieres otra copa de tu bebida favorita, jugo de piña a secas?—Gracias —dije—.Un dÃa lo mezclaré con ginebra, para sorprenderte.Creo que soy la única persona en «El Ciervo Blanco» capaz de elegir entre beber o no beber, y siempre escojo no hacerlo.No pudimos continuar la conversación, porque el sujeto de la discusión llegó entonces.Normalmente, este hecho habrÃa sido suficiente para aumentar los motivos de controversia, pero como Harry venÃa acompañado por un desconocido, decidimos portarnos como buenos chicos.—¡Hola, señores! —dijo Harry—.Os presento a mi amigo Solly Blumberg.El mejor técnico de efectos especiales que hay en Hollywood.—Seamos precisos, Harry —replicó el señor Blumberg tristemente, con voz de perro apaleado—.Que habÃa en Hollywood.Harry hizo un gesto como de no darle importancia.—Mejor me lo pones.Solly ha venido aquà para ofrecer su talento a la industria cinematográfica británica.—¿Existe realmente una industria cinematográfica británica? —preguntó Solly con ansiedad—.En el estudio nadie estaba muy seguro sobre el particular.—Claro que sÃ.Y está en muy buenas condiciones.El Gobierno establece unos impuestos tales que la lleva constantemente a la bancarrota, y después la saca a flote con enormes subvenciones.Asà hacemos las cosas en este paÃs.—¡Eh, Drew! ¿Dónde está el libro de visitantes? Solly lo ha pasado muy mal últimamente y necesita animarse.No me pareció que, aparte de su mirada perruna, el señor Blumberg tuviera aspecto de haber sufrido muchas penurias.Iba impecablemente vestido, con un traje de Hart Schaffner & Marx
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