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.Está desamparado como una solterona, como un personaje de dibujos animados, como un misionero con su sotana y su salacot a la espera, las manos entrelazadas y los ojos clavados en el cielo, mientras los salvajes parlotean en su lenguaje incomprensible y se preparan para meterlo de cabeza en un caldero de agua hirviendo.La obra de las misiones: ¿qué ha dejado en herencia tan inmensa empresa destinada a elevar las almas? Nada, o nada que él alcance a ver.Ahora aparece el más alto, el que lleva el fusil.Con la tranquilidad que da la práctica, introduce un cartucho en la recámara y apunta a la jaula de los perros.El mayor de los pastores alemanes, que babea de cólera, le gruñe y le tira mordiscos.Se oye un estampido; la sangre y los sesos se esparcen dentro de la jaula.Cesan los ladridos un instante.El hombre hace otros dos disparos.Un perro, alcanzado en el pecho, muere en el acto; el otro, con una herida abierta en el cuello, se sienta con pesadez, baja las orejas y sigue con la mirada los movimientos de ese individuo que ni siquiera se toma la molestia de administrarle un tiro de gracia.Se hace el silencio.Los tres perros que quedan, sin un lugar donde esconderse, se retiran hasta el fondo de la perrera y gimen con voz queda.Tomándose su tiempo entre disparo y disparo, el hombre los liquida.Se oyen pasos por el corredor y la puerta del lavabo vuelve a abrirse de golpe.Ante él aparece el segundo hombre; a sus espaldas vislumbra al chico de la camisa floreada, que está zampándose una tarrina de helado.Trata de abrirse paso de un empellón, rebasa al hombre, cae entonces de golpe.Una especie de zancadilla: deben de ser jugadores de fútbol.Mientras permanece tendido en el suelo, es rociado de pies a cabeza con un lÃquido.Le arden los ojos, trata de frotárselos.Reconoce el olor: alcohol de quemar.Se esfuerza por levantarse, pero es empujado de nuevo al lavabo.Oye el frotar de un fósforo contra la raspa de la caja y en el acto se encuentra bañado por una llamarada azul.¡Estaba equivocado! Ni su hija ni él van a quedar a sus anchas asà como asÃ.Se puede quemar, puede morir; si él puede morir, también puede morir Lucy, ¡sobre todo Lucy!Se golpea la cara como un poseso; el cabello chisporrotea al prenderse; se revuelca, emite aullidos informes tras los cuales no hay una sola palabra.Trata de ponerse en pie, pero es obligado por la fuerza a permanecer tendido.Por un instante se aclara su visión y ve, a menos de un palmo de la cara, la pernera de dril azul y un zapato.La puntera está doblada hacia arriba; tiene briznas de hierba prendidas en la costura.Una llama baila sin hacer ruido en el dorso de su mano.Logra arrodillarse y mete la mano en la taza del váter.Detrás de él, la puerta se cierra y la llave gira en la cerradura.Se asoma a la taza del váter para salpicarse la cara con el agua y mojarse la cabeza.Percibe un desagradable olor a cabello chamuscado.Se pone en pie, apaga a manotazos las últimas llamaradas que tiene en la ropa.Con bolas de papel higiénico empapadas en el agua de la taza se enjuaga la cara.Le escuecen los ojos, tiene un párpado casi cerrado del todo.Se pasa la mano por la cabeza y se mira las yemas de los dedos, renegridas por el hollÃn.Aparte de un trozo junto a la oreja, parece que se ha quedado sin pelo.Tiene todo el cuero cabelludo en carne viva, quemado del todo.Quemado, requemado.—¡Lucy! —grita—.¿Estás ahÃ?Tiene una visión: Lucy lucha contra los dos hombres vestidos de dril azul, se debate por librarse de ellos.Es él quien se retuerce, tratando de quitarse la imagen de la cabeza.Oye arrancar su coche, oye el crujido de los neumáticos sobre la gravilla.¿Ha terminado? ¿Es que, por increÃble que parezca, ya se marchan?—¡Lucy! —grita una y otra vez, hasta oÃr un deje de locura en su propia voz.Por fin, bendita sea, la llave gira en la cerradura.Cuando la puerta se abre del todo, Lucy ya le ha dado la espalda.Lleva un albornoz, está descalza, tiene el cabello húmedo.Él la sigue por la cocina; la cámara frigorÃfica está abierta y hay comida desparramada por el suelo.Ella ha llegado hasta la puerta de atrás, y contempla la carnicerÃa de la perrera.—¡Mis perros, mis queridos perros! —la oye murmurar.Abre la primera de las jaulas y entra.El perro que tiene la herida en el cuello todavÃa respira.Se inclina sobre él, le habla.El perro menea el rabo débilmente.—¡Lucy! —vuelve a llamarla, y ahora por vez primera ella lo mira.Frunce el ceño.—Pero… ¿qué demonios te han hecho? —dice.—¡Mi queridÃsima hija! —dice él.La sigue hasta la jaula y trata de abrazarla.Con suavidad, pero decidida, ella rechaza su intento de abrazo.El cuarto de estar es un desastre, igual que su propia habitación.Faltan cosas: su chaqueta, sus mejores zapatos… Y no es más que el principio.Se mira en un espejo.Un amasijo de ceniza marrón, eso es todo cuanto queda de su pelo: le cubre el cuero cabelludo, la frente.Debajo de la ceniza, el cuero cabelludo se le ha tornado de un rosa intenso.Toca la piel: le duele, empieza a supurar.Tiene un párpado hinchado, cerrado; ha perdido las cejas y las pestañas.Va al cuarto de baño, pero encuentra la puerta cerrada.—No entres —oye decir a Lucy.—¿Te encuentras bien? ¿Te han hecho daño? Son preguntas estúpidas.Ella no contesta.Procura lavarse la ceniza poniendo la cabeza bajo el grifo del fregadero, echándose vasos y más vasos de agua por encima.El agua le gotea por la espalda; tiene un estremecimiento de frÃo
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