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.—Una vez leà un relato —empezó a decir Freirs—, en el que decÃan que los habitantes del Tibet tienen nueve mil millones de nombres para Dios.—No hace falta ir tan lejos —dijo Sarr—.HabÃa una aldea en México de la que los católicos estaban enormemente orgullosos.Todos los indios de la zona se habÃan convertido.Llevaban siendo cristianos durante más de cien años y semana tras semana todos sin falta acudÃan a la iglesia para adorar a la Virgen.Y un dÃa al sacerdote se le ocurrió hacer unas reparaciones en el altar y bajo él descubrió otro altar con un Ãdolo mucho más viejo que el suyo, un ser de aspecto cruel con cabeza y dientes de serpiente.—¿Y era a ése al que en realidad habÃan estado adorando todo ese tiempo? —Sarr asintió.—Pero lo que intento decirte es que en realidad a quien estaban engañando era a ellos mismos.Los católicos pensaban que le rezaban a un Dios y los indios a otro, pero en realidad estaban rezándole al mismo.Como si en el fondo tanto la Virgen como la serpiente fueran aspectos de otro Dios distinto., el verdadero.—El que de verdad tiene la D mayúscula —dijo Freirs, aunque en su fuero interno habÃa sacado una conclusión muy distinta de esa historia, una conclusión confusa y llena de dioses más viejos y oscuros en cuyos rituales la sangre no era un mero sÃmbolo.—Con la Fiesta del Cordero sucede lo mismo —decÃa Sarr—.La verdad es que bajo ella se esconde otra celebración, aunque la gente de aquà nunca la haya oÃdo mencionar.—¿Qué clase de celebración? —Sarr se encogió de hombros.—Una celebración pagana, el tÃpico festival de la cosecha.—Abrió la puerta y le invitó a salir—.Ven, te lo enseñaré.—Cuando atravesaron la cocina Deborah seguÃa en el fregadero pero no les miró.El brillo de la linterna hacÃa que la noche, al acecho tras las ventanas, pareciera aún más oscura que en el porche.Sarr encendió otra lámpara y, una vez en el salón, examinó su parca reserva de libros, buscando entre los tÃtulos—.Algunas veces fueron los cristianos los que tomaron una fiesta pagana convirtiéndola en fiesta propia.como la Pascua.Supongo que ya sabrás que mucho antes de Cristo era un festival que celebraba la siembra.—Sacó un maltrecho volumen gris del estante inferior y empezó a pasar sus hojas—.A veces cambiaban un poco el nombre para disfrazar el origen y eso es lo que los Hermanos hicieron con la Fiesta del Cordero, un nombre que para los cristianos suena de lo más apropiado.—¿No era ése su nombre original? —Poroth alzó los ojos del libro.—No —dijo en voz muy baja—, y probablemente sólo yo lo sé.—¿Qué es ese libro? ¿Algún rival de la Biblia? —Poroth rió intranquilo.—No, es sólo un almanaque, hacÃa años que no lo miraba.—Le enseñó la tapa pero el nombre se habÃa borrado hacÃa mucho tiempo.Sarr buscó la página del tÃtulo—.Almanaque AgrÃcola Nuevamente Revisado y GuÃa Celeste para los Campos, 1947 —leyó—.Lo encontré en una venta benéfica en Trenton, me costó quince centavos.—Miró nuevamente las páginas, pasó algunas más y luego se detuvo—.Ah, aquà está lo que andaba buscando.—Le tendió el libro a Freirs, señalando una lÃnea en mitad de lo que parecÃa ser un gráfico—.¿Ves? Ahà mismo.El libro olÃa débilmente a moho y las tapas se habÃan deformado en los bordes.Freirs miró la página que le indicaba.Fiestas de los Antiguos, decÃa en la parte superior y bajo ella habÃa un calendario de aspecto muy complicado.Encontró la lÃnea señalada por Sarr y leyó: 1 de agosto.Lammas.—No tiene nada que ver con los corderos —dijo Sarr—, y tampoco la vÃspera.Freirs miró la columna anterior.31 de julio —leyó—, VÃspera de Lammas.—Hmmm, ¡suena bastante siniestro!—Quizá lo fuera.La magia negra siempre es poderosa en la VÃspera de Lammas.Probablemente esa noche en el mundo se hagan cosas bastante extrañas.—¿Por qué?En vez de contestarle Poroth se limitó a señalar de nuevo el calendario.HabÃa algo llamado Roodmas el tres de mayo, y el solsticio de verano el veinticuatro de junio, y también estaba el dÃa del que le habló Deborah, san Swithin, el quince de julio.Se dio cuenta de que varias fechas estaban señaladas con asteriscos.Fechas como el uno de mayo y el último dÃa de octubre.También estaba señalado asà el último dÃa de julio, la VÃspera de Lammas.Miró el final de la página y junto al asterisco vio la sencilla nota a pie de página, sólo dos palabras:Aquelarres, probablemente.LOS RAYOS DE LA LUNA penetraban suavemente la neblinosa atmósfera del lugar llamado el Cuello de McKinney, revelando motas de polvo e insectos, cruzando el entramado de viejas raÃces que se extendÃa a partir de la columna formada por un algodonero caÃdo al suelo y, debajo de ellas, iluminando el pequeño altar de rocas, fango y huesos acabado de construir.El altar era más pequeño que el primero, pero al mismo tiempo considerablemente más colorido.Entre los diminutos guijarros enhiestos que rodeaban el montÃculo como un Stonehenge en miniatura habÃa pétalos de rosa recién cogidos que de dÃa relucÃan como faros rojizos entre el barro y de noche parecÃan manchones de tinieblas.Y en la cima del montÃculo, como una cómica borlita sobre el sombrero de un payaso, yacÃa ahora un cráneo redondeado, con las cuencas vacÃas, pero con las orejas y el bigote intactos.y con abundantes restos de un pelo negro y suave.LA NOCHE.El creciente lunar está oculto entre los árboles mientras el animal avanza sobre la hierba para sentarse luego mirando hacia la granja.Desde una habitación del segundo piso resuenan unos cánticos: el granjero y su esposa, en sus plegarias nocturnas.Centinela de Sión, anuncia la nueva,de cómo Su reino borrará el pecado y la muerte.Se acerca al edificio y se agazapa bajo la ventana.A cincuenta kilómetros de distancia, doce pisos más arriba, una figura marchita tendida en un lecho oye los últimos versos del himno.Y toda la tierra cantará Su gloria;alabadle, ángeles que estáis en Su presencia,grande es Jehová, Rey de todas las cosas.Las voces callan y luego se oye brevemente la del hombre, recitando una corta oración a la que se une la mujer, repitiendo sus palabras
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