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.El calor lo cocÃa por dentro a pesar de haber improvisado, con restos de la lona de las tiendas, unos pequeños abrigos en cada tronera para que los centinelas no se asasen literalmente bajo el sol.Ya nadie llevaba la guerrera del uniforme y algunos se habÃan cortado las perneras de los pantalones para poder aguantar mejor el calor.Las únicas partes del uniforme que el capitán consideraba sagrado eran el correaje y la gorra.«¿Cómo es posible que no sepan que estamos aquÃ? —se preguntaba—.¿Cómo es posible? Si salgo de ésta se van a enterar en toda España de lo que está pasando.¡No pueden dejarnos tirados como a los perros! ¡No pueden! ¡Me cago en los muertos del Gobierno y del rey! ¡Hijos de perra!»Durante unos instantes acarició la idea de que, si volvÃa a España, buscarÃa a un anarquista que conoció en una revuelta callejera y le meterÃa una bomba o le pegarÃa un tiro a cualquiera del Gobierno, o todavÃa mejor, se lo pegarÃa a ese cabrón del Conde de Romanones que tenÃa intereses en las puñeteras minas de los cojones.Se habÃa puesto un paño empapado en vinagre para intentar disimular el hedor de los muertos, sobre todo el de los quemados, ése sà que era insoportable.Dejó un momento el fusil para volver a humedecer el paño y cuando volvió a mirar por la tronera le pareció irreal lo que vio.Un soldado, con un brazo caÃdo y manchado de sangre, se acercaba al blocao por el camino de la aguada.—¡Capitán! —Pero el grito no salió de su garganta reseca.Montaner zarandeó a Taboada, que intentaba descansar algo a su lado y con voz ronca le dijo:—¡Llama al capitán! ¡Por el camino viene uno de los nuestros!El soldado se levantó a trompicones, y tras echar un vistazo por la aspillera fue corriendo a avisar al oficial.En un instante los veinte hombres útiles de Chemorra habÃan ocupado sus puestos en las troneras o se posicionaron prestos al relevo.El capitán Gimeno llegó con Santos, convertido en involuntario lugarteniente, al tiempo que preguntaba:—¿Qué ocurre, Montaner?—Se acerca uno de los nuestros por el camino de la aguada, viene solo —contestó dejando su lugar en la tronera al oficial.—No se ve movimiento de moros.Santos, recorra el parapeto y que nadie abra fuego hasta que ese hombre esté dentro, no parece una trampa.Está claro que le han dejado pasar, no creo que se hayan ido asà como asà ni que haya cruzado las lÃneas enemigas sin haber recibido un tiro.El soldado se fue acercando con paso lento al parapeto, como si se supiese vigilado.Al aproximarse era evidente que habÃa sido maltratado.Cuando traspasó la entrada del blocao el espectáculo que vio en su interior hizo que una expresión de repugnancia apareciera en su rostro.Nubes de moscas se arremolinaban sobre las manchas de sangre reseca hijas de la brutalidad del enfrentamiento nocturno, a pesar de que se habÃan intentado cubrir con tierra.En un rincón, una lona de tienda de campaña, con manchas inequÃvocas, cubrÃa lo que debÃan de ser varios cuerpos cuidadosamente amontonados para que molestasen lo mÃnimo al pasar.Se habÃa dado cuenta de que los rÃfenos, al permitirle volver junto a los suyos le habÃan hecho un regalo envenenado.Lo más probable es que no saliera de allà dentro con vida…El capitán Gimeno le esperaba en la puerta de entrada del reducto junto con Santos y un pequeño grupo de soldados que no tenÃan puesto en las aspilleras, y hasta los heridos más leves giraban el rostro hacia el recién llegado.—Soy el capitán Gimeno.¡IdentifÃquese, soldado! —le dijo en un tono autoritario que pretendÃa eliminar de su rostro la expresión de pasmo.El soldado reaccionó lentamente a la orden.—Soy el soldado Isidoro MartÃnez GarcÃa, Cuarta CompañÃa del Primer Batallón del Regimiento de Melilla número 59 —contestó como un autómata—.Estábamos en Quebdani.—¿Qué ha sido de su unidad?—No queda nadie, capitán —dijo con voz derrotada.—ExplÃquese mejor —preguntó éste.—Cuando salimos de Quebdani se liaron a tiros con nosotros, habÃamos dejado las armas sin disparar ni un tiro, siguiendo órdenes de la oficialidad y no pudimos defendernos.Nos mataron como a conejos, capitán… como conejos.Éramos mil hombres en total y no sé cuántos han sobrevivido.El barranco está lleno muertos, centenares, se ensañaron con ellos…—¿Y usted cómo sobrevivió?—No lo sé… corrÃamos como un rebaño de ovejas, al que se quedaba atrás lo degollaban como a un perro.Yo no sé qué pasó, pero me vi rodeado de moros junto con seis de mis compañeros.Cuando iban a pasarnos a cuchillo llegó otro con aspecto de ser alguien respetado y lo evitó.Aquellas noticias hicieron mella en los defensores de Chemorra.Algunos apretaron con más fuerza el fusil, otros se sentaron abatidos y el resto se acercó todavÃa más para oÃr las noticias que traÃa el soldado.—¿Qué ocurrió en Quebdani para que mil hombres se rindieran sin disparar un solo tiro? —preguntó con voz agresiva el capitán.—No lo sé, yo sólo hice lo que me mandaron los oficiales.El 25 llegó un moro diciendo que si nos rendÃamos nos llevarÃan a todos a salvo al otro lado del Kert.Me contó un cabo que escuchó la conversación donde votaron en secreto rendición o resistencia, y que por dos tercios ganaron los que votaron rendirnos.Después los oficiales nos dijeron que dejásemos las armas y entonces se oyó una explosión, serÃa la del depósito de municiones y entonces aquello fue una carnicerÃa.Los moros entraron a cuchillo y todos intentamos escapar como pudimos.No sé nada más, capitán, se lo juro…—No se preocupe, usted sólo cumplió con su deber.¿Qué ocurrió luego?—Nos llevaron a unas casas donde habÃa otros prisioneros, yo calculo que unos veinte, más o menos.Unos de Tixi-Yuhorem, otros de Ulad-Aisa y de Ishafen, Imarufen… Todos decÃan lo mismo, los que resistÃan eran aniquilados y los que se rendÃan, pasados a cuchillo o tiroteados a placer cuando se retiraban.Un silencio sepulcral cayó sobre Chemorra.Durante unos momentos nadie habló, aplastados por las últimas revelaciones del soldado.Sólo Santos se atrevió a preguntar:—Y a ti ¿por qué te han soltado?—Me mandan a deciros que si permitÃs que se acerquen a retirar a sus muertos les perdonarán la vida a los prisioneros y que si no vuelvo con la respuesta o contestáis que no, los van a degollar a todos, uno por uno y a la vista de todos vosotros.Dicen también que me quede con vosotros, y que si aceptáis basta con levantar una bandera blanca.Y que tampoco se os ocurra pedir agua a cambio porque no habrá trato.—¡Cabrones! —gritó alguien detrás del corro que se habÃa formado.Los rostros de los defensores de Chemorra se volvieron hacia el capitán esperando su respuesta.Ésta no se hizo esperar.—Vuelva y dÃgales que vengan sólo cuatro de ellos.Si hay más de ese número a la vista abriremos fuego en cuanto los veamos.Que vengan con mulos o solos, como quieran.Que tarden todo el dÃa en llevárselos si es necesario, pero no quiero más de cuatro en las inmediaciones del blocao.¿Queda claro?En el rostro del soldado se dibujó una clara expresión de alivio, no iba a quedarse en aquella ratonera donde iban a morir todos.PodÃa volver con el resto de los prisioneros, donde tenÃa más posibilidades de sobrevivir.Si los rumores eran ciertos, querÃan pedir un rescate por ellos.—SÃ, mi capitán.Lo que usted ordene —dijo con indisimulada satisfacción
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