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.El empleado la siguió con la mirada.La puerta se cerró.Le di la mano.—Señor Ingraham, soy Kinsey Millhone.Sonrió por vez primera.—Ah, sÃ.Kelly Borden me habló de usted.Mucho gusto en conocerla.Kelly Borden era un empleado del depósito al que habÃa conocido en el curso de una investigación criminal que habÃa llevado a cabo en agosto.—Lo mismo digo —repliqué—.¿Qué le pasó al paciente?—No es mucho lo que puedo decirle.Lo trajeron a eso las siete, que es cuando empieza mi turno.—¿Sabe cuánto tiempo llevaba muerto?—No lo sé con seguridad, pero no pudo ser mucho.No estaba hinchado ni presentaba sÃntomas de descomposición.Por mi experiencia con ahogados, yo dirÃa que entró en el agua a última hora de la noche.No lo tome al pie de la letra.El reloj que llevaba se habÃa parado a las dos y treinta y siete minutos, pero a lo mejor estaba estropeado.Es un reloj muy ordinario y parece que ha recibido muchos golpes.Está en el sobre con sus demás efectos personales.En fin, no sé nada más.Yo soy aquà el último mono.Y al doctor Yee no le gusta que hablemos con la gente de estas cosas.—No se preocupe, no diré ni una palabra.Le pregunto por motivos exclusivamente profesionales.¿Qué me dice de su ropa? ¿Cómo iba vestido?—Chaqueta, pantalón, camisa.—¿Zapatos y calcetines?—Zapatos sÃ.No llevaba calcetines, ni billetera, ni nada que se le pareciese._¿Alguna herida?—Yo no he visto ninguna.Como no se me ocurrÃa nada más por el momento, le di las gracias y añadà que estarÃamos en contacto.Salà en busca de Barbara Daggett.Si iba a trabajar para ella, tenÃamos que formalizar la operación.CapÃtulo 6La encontré en el vestÃbulo, mirando hacia el parking.SeguÃa lloviendo con monotonÃa, y el viento agitaba de vez en cuando la copa de los árboles.'—,En todos los edificios que rodeaban el parking se habÃan encendido las luces, y la imagen acogedora que evocaban no hacÃa más que subrayar la humedad y el frÃo del exterior.Una enfermera, cuyo uniforme blanco se entreveÃa bajo los faldones de la gabardina azul oscuro, venÃa corriendo hacia la puerta, saltando por encima de los charcos como una niña que jugara al tejo.Llevaba las medias blancas salpicadas de manchas color carne, a causa de la lluvia, que se las habÃa empapado, y en la punta de sus zapatos blancos habÃa pegotes de barro.Le abrà la puerta cuando llegó a la entrada.—¡Uf! —exclamó, sonriéndome—.Gracias.Ha sido como una carrera de obstáculos.—Se sacudió el agua de la gabardina y se alejó por el vestÃbulo, dejando tras de sà una estela de pisadas húmedas.Barbara Daggett parecÃa haber echado raÃces en el suelo.—Tengo que ir a casa de mi madre' —dijo—.Alguien tiene que contarle lo que ha pasado.—Se volvió para mirarme—.¿Cuánto cobra por sus servicios?—Treinta la hora más los gastos; es lo normal en la región.Si es usted persona seria, esta misma tarde puedo levarle el contrato a la oficina.—¿Hay anticipos?Calculé a toda velocidad.Por lo general pido un anticipo, sobre todo en un caso como aquél, en que no tendrÃa más remedio que colaborar con la policÃa.No hay privilegios estatuidos entre el detective privado y el cliente, pero cuando me dan dinero de erada sé por lo menos a quién he de rendir cuentas.—Bastará con cuatrocientos —dije, y me pregunté si la causa de que se me hubiera ocurrido aquella cantidad no habrÃa sido el cheque sin fondos de Daggett.Era extraño, pero querÃa defender y proteger a aquel hombre.Me habÃa tomado el pelo (no me cabÃa la menor duda), pero habÃa aceptado trabajar para él y, de acuerdo con mis principios, la misión estaba aún por cumplir.No habrÃa sido tan generosa si hubiera estado vivo, lógicamente, pero los muertos están indefensos y alguien tiene que velar por ellos en este mundo.—Di ré a mi secretaria que le envÃe un talón el lunes por la mañana sin falta —dijo.Se volvió y se quedó mirando la puerta doble con melancolÃa.Apoyó la cabeza en el vidrio
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