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.—Bobadas.—¡No! —exclamó con dos lagrimones asomando por sus ojos.—Oye, niña —alcé un dedo a modo de reproche—, yo no soy Anette.Si digo que nos vamos, nos vamos.Y a partir de ahora vas a hacer lo que yo te diga o te abandonaré, ¿entiendes?Paula me miró unos instantes, sorbiendo por su pequeña nariz.Sus labios empezaron a temblar haciendo pucheros.Luego rompió a llorar de nuevo, como un niño al que le asustan con una máscara de Halloween.—Eres malo… —exclamó entre sollozos.—¡Oh, vamos! Esto tiene que ser una broma… ¡Está bien! —dije alzando los brazos como si mandara todo a freÃr espárragos—.Está bien, la enterraremos.¡Pero deja ya de llorar!¿Comprendéis a lo que me referÃa? Yo no estaba preparado para esto.Mi sensibilidad de cara a los demás era la misma que la de un semáforo.Paula no dejaba de llorar y tuve que contener mis ganas de dirigirme hasta la punta del espigón más cercano, gritar a pleno pulmón y luego lanzarme al mar con unas cuantas rocas atadas a los pies.—¡Bah! —pronuncié al fin con desdén—.Llora cuanto quieras.Fui andando y gruñendo hacia uno de los cráteres causados por la explosión y me metà dentro efectuando un pequeño salto.El fondo arenoso estaba oscurecido y duro porque lo empapaba el agua de mar del nivel freático.—Maldita sea… —me quejé mientras hundÃa mi casco, llenándolo de tierra para luego echarla fuera del agujero—.Maldita sea…Ya era bien entrada la tarde cuando terminé de poner la última piedra sobre la tumba de Anette.No fue fácil, y mucho menos agradable.Después de haber cavado el cráter lo suficientemente hondo, tuve que arrastrar hasta el interior su cuerpo, envuelto con un mantel a modo de sábana que encontré en el restaurante marÃtimo que habÃa a escasos pasos de donde estábamos.Luego tapé el agujero con más arena y, por último, deposité encima varias piedras extraÃdas de la orilla para marcar el lugar.Dudo que nadie viniera a visitarla jamás, pero, ya que habÃa decidido enterrarla, pensé que ese pequeño detalle no estarÃa de más.Paula, mientras, se dedicó a buscar dos palos entre los restos que arrastraba el oleaje y los juntó en forma de cruz para luego hundirla sobre la arena removida de la tumba.Imaginé que si algún dÃa pasaba alguien por allÃ, seguramente lo último que le apetecerÃa serÃa darse un baño en esa zona de la playa.Acto seguido, tuve que reprocharme interiormente por pensar esa clase de cosas durante un entierro.—¿Quieres decir algo? —le pregunté con torpeza, al no saber bien qué solÃa hacerse a continuación.Entonces dio un paso al frente con ojos llorosos, se besó la mano y tocó el montón de arena que sobresalÃa.—Te quiero, Anette… y te prometo que seré valiente.Paula habÃa tenido la delicadeza de juntar unas cuantas flores ornamentales del restaurante y atarlas con un hilo de pescar que encontró en las inmediaciones, asà que agarró el improvisado ramo y lo depositó a los pies de la tumba.Luego se arrodilló, juntó sus manos, cerró los ojos y empezó a recitar una oración en voz baja.Yo me limité a carraspear y decidà darle unos momentos.—Voy a coger la mochila.Cuando estés lista, nos iremos.Di unos pasos y recogà del suelo el macuto color caqui de Anette, que ahora parecÃa negro debido a la ceniza de la explosión.Lo sacudà para quitársela de encima y me lo coloqué en la espalda.Al escudriñar el aire, no capté señal de ningún grupo de zombis acercándose.Era extraño, pensé.Con el jaleo que habÃamos montado horas antes deberÃamos tener ya a todo un enjambre encima.Luego comprendà que probablemente el Arcángel los debÃa de haber eliminado a su paso y borrado el rastro después.De todas formas, era mejor no demorar más nuestra partida, porque pronto empezarÃa a oscurecer.Cuando Paula terminó de rezarle a la tumba de su amiga, se levantó y vino andando hacia mÃ, sin mirar atrás.—¿Lista?Ella simplemente asintió con la cabeza al pasar por mi lado.Sus mejillas estaban irritadas de tanto llorar, pero en su rostro mostraba una determinación digna de admirar, como si a base de tantas desgracias y pérdidas personales su corazón se hubiese fortalecido como una roca.Antes de proseguir, eché un último vistazo a la ciudad que estaba a punto de abandonar: Barcelona, mi mundo, mi hogar… Y de entre todas las siluetas que sobresalÃan, habÃa una que destacaba por encima de las demás: la solitaria cruz que se movÃa brevemente al compás del viento y que señalaba el lugar de reposo de una de las mujeres más valientes que habÃa conocido jamás.—Descansa en paz —murmuré, despidiéndome para siempre.Tras el último adiós, echamos a andar, cada uno a solas con sus propios pensamientos.A los pocos minutos dejamos atrás la playa y torcimos por la carretera de la costa para bordear los polÃgonos industriales colindantes.Cuando llevábamos menos de cien metros, Paula se agarró de mi mano en silencio, con su osito de peluche colgando en la otra y la vista fija al frente.Su gesto me cogió por sorpresa.Lo primero en que pensé fue en soltarme, pero no hice ni dije nada.Únicamente dejé que sus dedos encontraran refugio en los mÃos mientras emprendÃamos nuestro rumbo hacia el norte.Lentamente, el sol empezó a declinar a nuestras espaldas, por encima de la curva que marcaba el mar, iluminando el cielo con tonos violetas y anaranjados
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