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.Reía sin parar.Paula comprendió en aquel momento que había encontrado a la pequeña cómplice que necesitaba, una cómplice no tan cómoda como el perro de Tolstoi, pero que, en contrapartida, sabía reír.Darío intentó de nuevo escribirle a su novia, pero por tercera vez rompió la carta que acababa de empezar.No se le ocurría nada que decir.Componer una carta sólo utilizando frases amorosas era absurdo y, encima, expresar los sentimientos en el papel se le daba bastante mal.Hubiera querido adivinar lo que Yolanda esperaba, lo que estaba ansiosa por leer; pero a aquellas alturas, tras un año de separación, había perdido la pista sobre lo que ella pudiera desear.Tampoco lo aclaraba en sus cartas, donde se limitaba a contarle las cosas que hacía en una cadena de enumeraciones anecdóticas que cada vez le interesaban menos, a medida que el tiempo iba transcurriendo: que salía con sus amigas, que había tenido una bronca con su madre, que trabajaba mucho, que se había comprado unos zapatos nuevos.Los sábados se llamaban por teléfono, pero el resultado no era mucho mejor: prisas para decir algo sustancial, contar atropelladamente cuatro sucedidos, te quiero mucho, me acuerdo de ti.de ningún modo podía traslucirse el estado de ánimo real.Hubiera sido preferible que, cuando él marchó a México, hubieran suscrito un pacto de no comunicación.Estar tres años separados sin llamarse ni escribirse, y después un reencuentro en toda regla, sin más.Entonces sí podrían haberse dicho cosas importantes, y relatarse todos los episodios que habían vivido por separado.¡Hubieran tenido para un mes! Arrugó el último papel y lo lanzó a un rincón de la mesa.Hoy no era posible.Para decir tonterías, mejor no escribir.Había acabado todo el trabajo de oficina, la intendencia de la colonia estaba perfectamente organizada, las cuentas, al día.Si a alguna de aquellas locas no se le ocurría aparecer por su despacho pidiendo una cosa extraña, podía largarse ya.Iría a El Cielito a tomar una copa.Dos horas de conducción en coche no eran disuasorias para él, y con su tiempo libre hacía lo que quería.El Cielito estaba a medio camino entre la presa en construcción y la colonia, por lo que cuando se encontraba allí con los técnicos e ingenieros, ellos también habían soportado dos horas de coche para estar en aquel lugar.No podían criticarlo.Se sentía con los mismos derechos que el resto de los varones.Suponía que todos eran conscientes de que no iban a dejarlo rodeado todo el día de mujeres y esperar que se quedara allí quieto como una momia mientras sus colegas electricistas y mecánicos, gente de su nivel profesional, vivían felices en la obra y salían a divertirse algunas noches.Naturalmente existía entre todos los empleados de la empresa un fuerte orden jerárquico que hacía que los trabajadores nunca se sentaran con los ingenieros cuando iban a El Cielito.Lo cual era estupendo, porque eso les permitía a todos moverse con libertad.Las costumbres estaban bien estipuladas después del tiempo que llevaban allí.Los ingenieros nunca subían a las habitaciones con las chicas, tampoco bailaban con ellas en el salón, a no ser que estuvieran borrachos o con ganas de juerga.Se limitaban a sentarse juntos a una mesa, beber cerveza y charlar, mirar a las chicas, reírse.Nadie juzgaba la conducta de nadie.Si un día alguien andaba pasado de copas, nunca oiría una recriminación.Y, por supuesto, existía un pacto tácito: los casados no hablaban a sus esposas sobre aquel local.Aquel local no existía para la gente de la colonia.Otro pacto, esta vez explícito, regulaba que nadie hablara del trabajo entre aquellas paredes.En ningún caso.Ni siquiera el director de la obra podía acercarse a él y preguntarle si había preparado las nóminas del mes.Quizá le pareciera complicado a un extraño, pero lo cierto era que todas aquellas condiciones de discreción se cumplían con la mayor naturalidad.Pensó en lo fácil que resultaba vivir entre hombres.Sólo con que nadie se saltara el orden de mando, las cosas siempre funcionaban bien.Era mucho más sencillo que estar entre todas aquellas mujeres que lo desconcertaban con sus actitudes, que se preocupaban por cosas absurdas y con las que uno no podía estar completamente seguro de por dónde iban a salir.Cerró su despacho con llave y, sin mirar en ninguna dirección concreta —no mirar era la mejor manera de no ser visto—, se dirigió hacia su todoterreno y lo puso en marcha.En cuanto traspasó las verjas de la colonia se sintió aligerado y tuvo la sensación de que el aire que entraba por la ventanilla era más respirable.Le fastidiaba tener que largarse de su propia casa como un prófugo, pero no podía quedarse tranquilo hasta que no había salido del lugar [ Pobierz całość w formacie PDF ]