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.Como las varices.Hwel suspiró.La memoria de Tomjon para las cosas que uno no deberÃa haber dicho era legendaria.—Muy bien —dijo—.Pero sólo una copa.Y en algún lugar decente.—Te lo prometo.Tomjon se puso el sombrero.TenÃa una pluma.—Por cierto —dijo—.¿Cómo se mete uno la cerveza entre pecho y espalda?—Bebiendo parte de ella y echándose encima el resto.Si el agua del rÃo Ankh era más espesa, con más personalidad que el agua de cualquier otro rÃo, el aire del Tambor Remendado estaba más cargado que el de cualquier otro sitio.Era como una niebla seca.Tomjon y Hwel observaron cómo se derramaba hacia el exterior.La puerta se abrió de golpe y un hombre salió de espaldas, sin tocar el suelo hasta que no chocó contra el muro al otro lado de la calle.Un gigantesco troll, contratado por los propietarios para mantener una apariencia de orden en el local, salió arrastrando otros dos cuerpos inertes, que depositó sobre el asfalto antes de darles unas patadas en lugares blandos.—Parece que ahà dentro hay una juerga, ¿no crees? —señaló Tomjon.—Da esa impresión —asintió Hwel con un escalofrÃo.Detestaba las tabernas.Todo el mundo le apoyaba la jarra en la cabeza.Entraron rápidamente mientras el troll sostenÃa a un borracho inconsciente por una pierna, y le sacudÃa la cabeza contra el suelo en busca de cualquier objeto valioso.Beber en el Tambor ha sido comparado a nadar en un pantano, pero en los pantanos los cocodrilos no te vacÃan los bolsillos antes.Doscientos ojos se clavaron en la pareja cuando se abrió camino entre la multitud hacia la barra, cien bocas se detuvieron mientras bebÃan, maldecÃan o suplicaban, y noventa y nueve ceños se fruncieron con el esfuerzo de tratar de adivinar si los recién llegados entraban en la categorÃa A, gente de la que tener miedo, o B, gente a la que dar miedo.Tomjon caminó entre la gente como si el local fuera suyo y, con el Ãmpetu de la juventud, dio una palmada sobre la barra.El Ãmpetu no era bueno para la supervivencia en el Tambor Remendado.—Dos jarras de tu mejor cerveza, posadero —dijo con un tono tan calculado que el camarero se sorprendió de verse llenando obedientemente la primera jarra antes de que el joven hubiera terminado la frase.Hwel alzó la vista.HabÃa un hombre muy grande a su derecha, vestido con las pieles de varios búfalos y adornado con más cadenas de las necesarias para anclar un buque de guerra.Un rostro que parecÃa un solar para construcción pero con pelo lo miró desde arriba.—Demonios —dijo—.Si es un adorno para el césped.Hwel se quedó helado.Pese a ser cosmopolitas, los habitantes de Morpork tenÃan una manera muy radical de tratar a los no humanos, por ejemplo, golpearles la cabeza con un ladrillo y luego tirarlos al rÃo.Eso no se aplicaba a los troll, claro, porque es muy difÃcil tener prejuicios raciales contra criaturas de más de dos metros capaces de derribar una pared a mordiscos, al menos durante mucho tiempo.Pero la gente de noventa centÃmetros se prestaba a todo tipo de discriminaciones.El gigante dio una palmada a Hwel en la cabeza.—¿Dónde te has dejado la caña de pescar, adorno para el césped?El camarero empujó las jarras sobre la encharcada barra.—Aquà tenéis —dijo alegremente—.Una jarra.Y media jarra.Tomjon abrió la boca para decir algo, pero Hwel le dio un codazo en la rodilla.Aguanta, aguanta, salgamos lo antes posible, es la única manera.—¿Y el sombrerito puntiagudo? —insistió el barbudo.La taberna se habÃa quedado en silencio.Aquello parecÃa el comienzo de algo bueno.—He dicho que dónde está tu sombrero puntiagudo, microbio.El camarero cogió el grueso bastón con clavos que vivÃa bajo el mostrador, por si acaso.—Eh.—dijo.—Estoy hablando con el adorno para el césped.El hombre cogió su jarra y la vació lentamente sobre la cabeza del silencioso enano.—No volveré a esta taberna —murmuró al ver que ni aquello surtÃa efecto—.Ya es bastante malo que dejen entrar a los monos, pero a los pigmeos.Ahora el silencio del bar adquirió una nueva intensidad, en la cual el sonido de un taburete apartado muy despacio fue como el crujido de las puertas del infierno.Todos los ojos se volvieron hacia el otro lado de la habitación, donde se encontraba el único cliente del Tambor Remendado que entraba en la CategorÃa C.Lo que Tomjon habÃa imaginado que era un saco viejo tirado sobre la barra, empezó a extender los brazos y., y otros brazos, aunque estos ocupaban el lugar de las piernas.Una cara triste, con tacto de caucho, se volvió hacia el hombre de la barba con una expresión tan melancólica como las nieblas de la evolución.Sus graciosos labios se contrajeron sobre unos dientes que no tenÃan nada de gracioso.—Eh
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