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.Cualquier institución económica internacional no sujeta a un poder político superior, aunque quedase estrictamente confinada a un campo particular, podría fácilmente ejercer el más tiránico e irresponsable poder imaginable.El control con carácter exclusivo de una mercancía o servicio esencial (como, por ejemplo, el transporte aéreo) es, en efecto, uno de los más amplios poderes que pueden conferirse a cualquier organismo.Pues como apenas hay algo que no se pueda justificar por «necesidades técnicas», que nadie ajeno a la materia puede eficazmente discutir —o incluso por argumentos humanitarios, y posiblemente del todo sinceros, acerca de las necesidades de algún grupo especialmente mal situado que no podría recibir ayuda de otra manera—, apenas hay posibilidad de dominar aquel poder.La organización de los recursos del mundo en forma de instituciones más o menos autónomas, que ahora encuentra apoyo en los lugares más sorprendentes, un sistema de monopolios reconocidos por todos los gobiernos nacionales, pero no sometidos a ninguno, se convertiría, inevitablemente, en el peor de todos los bandidajes concebibles; y ello aunque todos los encargados de su administración demostrasen ser los más fieles guardianes de los intereses particulares colocados bajo su cuidado.Basta considerar seriamente todas las consecuencias de unos proyectos al parecer tan inocentes como el control y distribución de la oferta de las materias primas esenciales, muy aceptados como base fundamental del futuro orden económico, para ver qué aterradoras dificultades políticas y peligros morales crearían.El interventor de la oferta de una materia prima tal como el petróleo o la madera, el caucho o el estaño, sería el dueño de la suerte de industrias y países enteros.Al decidir el consentimiento de un aumento de la oferta y una reducción del precio y de la renta de los productores, decidiría si permitir el nacimiento de alguna nueva industria en algún país o impedirlo.Dedicado a «proteger» los niveles de vida de aquellos a quienes considera como especialmente encomendados a su cuidado, privaría de su mejor y quizá única posibilidad de prosperar a muchos que están en una posición más desfavorable.Si todas las materias primas esenciales fueran así controladas, no habría, ciertamente, nueva industria ni nueva aventura en la que pudieran embarcarse las gentes de un país sin el permiso de los controladores, ni plan de desarrollo o mejora que no pudiera ser frustrado por su veto.Lo mismo es cierto de todo acuerdo internacional para la «distribución» de los mercados y aún más del control de las inversiones y de la explotación de los recursos naturales.Es curioso observar que todos aquellos que presumen de ser los más firmes realistas y que no pierden oportunidad para verter el ridículo sobre el «utopismo» de quienes creen en la posibilidad de un orden político internacional, consideran, sin embargo, más practicable la interferencia, mucho más íntima e irresponsable en las vidas de los diferentes pueblos, a que obliga la planificación económica.Y creen que, una vez se otorgara este inesperado poder a un gobierno internacional, al que acaban de presentar como incapaz hasta de imponer simplemente un Estado de Derecho, este poder más amplio sería empleado de manera tan altruista y tan evidentemente recta que lograría el consenso general.Si algo es evidente, lo será que, mientras las naciones podrían aceptar normas formales previamente convenidas, nunca se someterán a la dirección que supone una planificación económica internacional; pues si bien pueden llegar a un acuerdo sobre las reglas del juego, nunca se conformarán con el orden de preferencia que una mayoría de votos fije a las necesidades de cada una ni con el ritmo en que se las consienta avanzar en su progreso.Aunque, al principio, los pueblos, ilusionados en cuanto al significado de estos proyectos, conviniesen en transferir tales poderes a un organismo internacional, pronto hallarían que lo que habían delegado no era simplemente una tarea técnica, sino el más dilatado poder sobre sus vida enteras.Lo que hay, evidentemente, en el fondo del pensamiento de los no del todo cándidos «realistas» que defienden estos proyectos es que las grandes potencias no estarán dispuestas a someterse a una autoridad superior, pero estarán en condiciones de emplear estas instituciones «internacionales» para imponer su voluntad a las pequeñas naciones dentro del área en que ejerzan su hegemonía.Hay tanto «realismo» en ello, que, efectivamente, enmascarando así como «internacionales» a las instituciones planificadoras, pudiera ser más fácil lograr la única condición que hace practicable la planificación internacional, a saber: que la realice, en realidad, una sola potencia predominante.Este disfraz no alteraría, sin embargo, el hecho de significar para todos los Estados pequeños una sujeción mucho más completa a una potencia exterior, contra la que no sería ya posible una resistencia real, sujeción que traería consigo la renuncia a una parte claramente definible de la soberanía política.Es significativo que los más apasionados abogados de un nuevo orden económico para Europa, centralmente dirigido, muestran, como sus prototipos fabiano y alemán, el más completo desprecio por la individualidad y los derechos de las pequeñas naciones.Las opiniones del profesor Carr, que representa en esta esfera aún más que en la de la política interior la tendencia hacia el totalitarismo en Inglaterra, han llevado ya a uno de sus colegas a plantear esta tan pertinente cuestión: «Si la conducta nazi respecto a los pequeños Estados soberanos va a hacerse realmente general, ¿para qué la guerra?»[95].Los que han observado la intranquilidad y alarma que han causado entre nuestros aliados menores algunas manifestaciones recientes sobre estas cuestiones en periódicos tan diversos como The Times y New Statesman[96] no dudarán cuánto está ofendiendo esta actitud a nuestros amigos más firmes y cuán fácilmente se disiparía la reserva de buena voluntad que se ha acumulado durante la guerra si se hiciera caso a estos consejeros [ Pobierz całość w formacie PDF ]